Confieso mi desilusión cuando supe que la batalla había durado quince minutos, como un tiempo del alargue. Parado en el campo, imaginé el sol iluminando el histórico convento, pensé en su mirada (todavía era teniente coronel) clavada en el reloj y diciendo al subalterno: en dos minutos les caemos encima.
Confieso que me costó comprender la táctica de las pinzas, pero finalmente vi las dos columnas avanzando hacia la barranca, con la derecha abriéndose de más y llegando a destiempo sobre el rival, lo que puso en peligro su vida.
Factor sorpresa. Ese fue el secreto. Hombres preparados y un movimiento astuto que alejó a los españoles de ganar la contienda. Incluso pude verlo a Bouchard robándole el trapo y la vida al blanco.
Confieso que me entristeció lo del capitán Bermúdez. Parece que usted fue severo con la mirada y la crítica, y el pobre hombre se aflojó el torniquete para morir antes que sufrir deshonra. Pero lo que me arrancó una lágrima, fue lo del Sargento. Ni siquiera sabemos si era sargento y en qué cama del improvisado hospital murió el desdichado. Le salvó la vida, eso sabemos. Según usted, recibió la bayoneta en dos oportunidades y dijo, como toda queja, que moría contento, porque habían batido al enemigo.
Yo sé, mi General, que usted no fue a buscar una copa ni una medalla y supimos por usted que no creía ser el mejor cuando le confesó al mismo Domingo (in your face, Sarmiento) que el verdadero libertador era Simón.
Murió como mueren los nuestros: en el exilio, en el olvido o en el suicidio. Van tres veces, mi General, que fui a visitarlo a su morada permanente y ya no había granaderos cuidando su descanso. La patria tiene héroes que los gobiernos, a veces, olvidan.
Usted fue grande entre los grandes y su memoria no resulta indiferente. Yo no entiendo mucho de milicia ni de fútbol, mi General, pero sigo anhelando ser libres, porque lo demás… lo demás no importa nada.