— Mi Coronel: el caballero lo espera en la puerta. Se niega a entrar. —dijo con la voz firme, cumpliendo una orden.
Evocó su memoria y recordó aquella batalla. Habían avanzado toda la noche entre el silencio y la espesura del bosque. Sin sobresaltos, sin contratiempos. Pero más allá del río encontraron una defensa apostada en la llanura sin deseos de ceder ni un sólo centímetro del valle. Hubo disparos, hubo explosiones. Un centenar de muertos regaron la hierba en minutos. Pero esos rostros oscuros continuaron el avance entre el fuego, las detonaciones y la muerte. Sólo descubrieron la trampa cuando todo estaba irremediablemente perdido.
No hace falta decir que la hazaña fue un fracaso, que la conquista fue un escándalo y que todos perecieron en la furia del combate. Todos, menos un sargento primero que desde el principio sospechó la conspiración y sabía que el combate era sólo una forma de devolver favores, callar testigos y salvar honores.
El sargento, aún siendo iluminado por el conocimiento, cumplió la misión junto a toda la avanzada. Pero el destino no lo quiso ni muerto ni prisionero, y cuando su último compañero en armas cayó abatido, se arrojó en el campo como un muerto más, emprendiendo una retirada silenciosa, asediada por la vergüenza y manchada de venganza. Esa noche, la noche que lo dejaron solo en el campo, la noche que se llevó la obediencia marcial, volvió al campamento empapado de rencores, dispuesto a vengar la muerte de los inmolados.
Nadie esperaba que alguien pudiera escapar con vida de aquella masacre. Su regreso ni siquiera fue percibido. Entonces tomó un fusil y dos trampas y la cúpula conspiradora acabó esa misma noche, sumando en siete a los hombres caídos en combate. Luego se retiró y permaneció en el anonimato. No figuraba entre los muertos. No se contaba entre los prisioneros. Resolvieron enterrar su nombre con el resto de los abatidos, aunque en secreto lo recordaban como “el náufrago de las estrellas”, llevando poesía a donde solo había cuerpos.
Con el tiempo el soldado supo que los conspiradores eran ocho y el octavo no se hallaba presente en la noche a la que refiero. Las mismas coincidencias dejaron con vida a dos hombres enfrentados hasta la muerte; uno cómodamente sentado en su despacho esperando al otro: el sargento primero. No temía por la muerte física. Un Coronel no debe temer cuando sabe que acerca la hora, pero la deshonra lo sume en un pavor frío y desconsolado.El hombre en el umbral iba a matarlo. Para el vengador, la deshonra y la muerte significaban lo mismo. Y aunque perseguía el honor, no estaba dispuesto a pagar cualquier precio. Por esa razón se negaba a entrar. No mataría a un superior dentro de su propia casa.
El Coronel huyó como huyen los que se saben deshonrados. El Náufrago, por las mismas coincidencias que lo habían salvado aquella noche, anticipó la cobarde huida y en la puerta trasera se vieron los rostros. El hombre acorralado intentó apelar a las coincidencias que lo habían salvado alguna vez. Quiso hablar, pero nuevamente todo estaba perdido de un modo irremediable, porque el puñal le había atravesado el estómago. Su verdugo le entregaba una mirada gélida como toda despedida, recordándole su naufragio, los cuerpos caídos y toda la noche de las extrañas coincidencias.