El 14 de febrero se celebran los enamorados. Un día especial para recordar que se ama a la pareja de la misma manera que se la ama el 15 de enero o el 31 de octubre. Dos días después, o antes, él tiene un encuentro fugaz con su amante y ella le reprocha el imperdonable hábito de dejar las medias en el medio del camino. Pero el 14 se aman mucho, muchísimo más que todos los que llenan el restaurant en el que Hernán y María también cenan.
Hernán se está esforzando. Dos años antes le regaló una caja de chocolates, pero falló en el San Valentín siguiente, con una tarjeta y una flor. Esta mancha en el curriculum de la pareja les recuerda que aquel año fue oscuro y de crisis. Un agravio que puede superarse pero no se olvidará. Eligen el salmón ahumado, un chardonnay cosecha dos mil diez y encargan el volcán de chocolate para el postre, porque saben que su preparación demora.
María toma el vino y sus ojos brillan. Cuenta, paso a paso, el gesto de Julián. Al parecer, estaba planeando el encuentro desde Navidad, cuando Renata deslizó, sin intención, que le gustaban los peluches, aunque ya no estuviesen de moda. Esa mañana de los enamorados despertó y encontró catorce ositos en distintas habitaciones, colgados del ventilador de techo, adentro de una olla y en la mismísima tapa del inodoro. Pero había uno más, el decimoquinto, sentado en el sillón preferido de ella con la sonrisa tierna y los ojos brillantes.
El salmón trajo detalles de Renata que Hernán escuchó de su novia en silencio, bocado a bocado, pensando en las horas extra de trabajo que le costaría la cena mientras su cuñado Julián y su esposa se llevaban la atención de Valentín. Clavó con fuerza la cuchara en el volcán para ver el chocolate, tibio y amargo, derramarse sin control. María no olvidó contar las anécdotas del año anterior, en la que mencionó, sin rencor, la tarjeta y esa flor recibida. Hernán pagó la cuenta sin mencionar las veces que Julián iba acompañado de mujeres que no se llamaban “Renata”. Sentía los pies gigantes, encarcelados por los zapatos. Todavía le quedó resto para tomar un café y desentenderse de ella tras una descompostura fingida.
El siguiente día de los enamorados no los encontró juntos. Hernán llegó a su casa con los pies a punto de estallar. La chica con la que salía había preparado panchos con mucha mostaza y bien gratinados, justo en el momento en el que comenzaba Star Wars en el cable. Sentado frente al televisor, se quitó los zapatos y las medias.
María y Renata cenaron juntas en el quincho. Al parecer, un viaje de trabajo había sacado a Julián de la ciudad, pero había recordado dejar un ramo rosas. En el segundo malbec, María comentó los detalles del salmón ahumado y la atención de Hernán cuando ella hablaba, un año atrás. La conversación era difícil. Las inquietaba un detalle que no podían distinguir, como tampoco podían notar que, al lado del ventanal, un oso de peluche gigante y decolorado por el sol de un año completo, las observaba en silencio con la sonrisa simpática y los ojos brillantes, bien muertos.