Desde temprana edad aprendemos que necesitamos ciertos bienes para vivir. El dinero es la forma más fácil de convertir nuestro trabajo en una variedad importante de bienes. La forma más conocida para obtener dinero es el trabajo o la inversión (descartamos a los afortunados que reciben un herencia sideral o ganan la lotería).
Esto es bastante común y comprensible para las personas que tienen en claro que necesitan y quieren trabajar. Por entregar su tiempo y conocimientos reciben un salario (o renta). Pero esto, que a simple vista parece una perogrullada, no es tan sencillo para las personas que pretenden de alguna manera vivir del arte. No se puede ser artista de lunes a viernes y descansar los fines de semana. El presidente de Sony declaraba que era desatinado pedirle a los creativos de la firma que cumplan horario de ocho a dieciseis. Asimismo, Pete Townshead (emblemático guitarrista del grupo «The Who») solía aconsejar a los que aspiraban a convertirse en músicos profesionales que no abandonen su trabajo diurno mientras tanto. Y aunque un artista consiga su objetivo principal, no son pocos los que, eludiendo los trabajos convencionales y escapando a la obediencia de un jefe, se convierten en empleados de las discográficas, de las editoriales u otras corporaciones.
Las encrucijadas son eventos ineludibles en la vida de cualquier persona. Saber elegir en cada oportunidad nos acerca o nos aleja de nuestros sueños. De manera que si las circunstancias acompañan, muchas veces la encrucijada queda planteada en dos opciones: venderse a un trabajo típico para subsistir o vender el talento a un empleador que pretende del artista un «producto» comercializable en determinado plazo de tiempo. En otros términos: la persona debe venderse y optar por la opción que lo haga menos miserable.
Uno de mis grandes amigos, herido por comentarios que hice referido a su deleznable profesión y por circunstancias que no vienen al caso (sobre todo por estas circunstancias), lastima mi corazón recordándome con frecuencia que (si bien nunca tuve la oportunidad de llegar a la encrucijada) he tomado un rumbo mercantilista, convirtiéndome en todo lo que no quería: una persona que trabaja ocho horas por día, esperando ansiosamente el fin de semana para hacer las cosas que el cansancio o el trabajo lo impiden el resto de los días. Lentamente me fui acercando a los que se mastican los dientes cuando duermen y llevan los problemas laborales a casi todos los ámbitos de la vida. Todavía estoy exento, por el momento, de irme quince días de vacaciones a Buzios y volver para mostrar las fotos del lugar con cara de resignada felicidad.
Si bien es cierto que no estoy tan lejos de lo que alguna vez soñé para mí, también es cierto que ese pequeño trecho que me falta me resulta hoy casi infranqueable y mi amigo (por lo menos hasta hoy) ha hecho más amarga esta lucha que se libra en mi corazón con el siguiente texto que comparto con ustedes:
«Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá mas que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido, y su alma tiene precio»
Carlos Ruiz Zafón
«El juego del Ángel», Párrafo 1, Cap I