Mi viejo me llevó a la escuela desde el primer día del jardín hasta que yo tuve los años y la voluntad para irme sólo. Al principio, mientras el nene aprendía a leer, mi vieja me levantaba y me preparaba el desayuno. Años más tarde, cuando el mismo nene era desobediente y se acostaba a las dos de la mañana, la cosa era distinta. Y aunque ya no había café con leche, mamá conservaba la dulzura para despertarme. Mi viejo, no. Sencillamente era un animal. Te llamaba dos veces. La tercera, prendía la luz, te sacaba el acolchado, las frazadas y vos quedabas en camiseta, muerto de frío y te sentenciaba: «Levantate». A esa hora, tipo siete, el trato era áspero. Al tipo no le gustaba levantarse antes de las ocho, menos en invierno. A mi no nunca me gustó la escuela, ni siquiera en verano.
Todos los autos de papá me llevaron al colegio, pero yo no conservo casi ningún recuerdo compartiendo con él esos minutos desoladores de la mañana. Ni siquiera el primer día, cuando entré en la Beleno. Haciendo memoria, el recuerdo más antiguo que tengo compartiendo algo con él no está relacionado con la escuela ni con nada semejante. Estoy sentado un domingo al lado de un ventanal, tomando un vaso con las dos manos para que la Pepsi no se derrame. Es que mi viejo no me llevaba a misa, me llevaba al bar con sus amigos: tipos que hablaban de política, de economía y de fútbol. Yo me sorprendía de todo lo que sabían, hasta que con los años descubrí que estaba tratando con charlatanes de café. El tiempo fue implacable con la mayoría: el «gordo» murió de un ataque. Parece que la obesidad lo liquidó. El «pibe» se voló la cabeza cuando supo que tenía cáncer. Al Guille lo encontraron muerto después de una sobredosis. Trujillo murió de viejo. Tenía una enfermedad… o tenía todas. No sé. El Dani se separó de la mujer y anda por las calles como extraviado. Pipo todavía dibuja pero ya no corre, a los setenta trota como puede en el parque Garay. Rafa sigue tomando como siempre y ya era viejo cuando lo conocí. Al «pájaro» lo cruzo por la noches. Las ojeras le sostienen los ojos vidriosos. El Babi se quedó con un amigo, quizá dos. A Cachito lo veo seguido. Empezó a trabajar a esa edad en que la gente normal piensa en jubilarse. Desde ese día se lo ve más viejo, pero nunca menos ocurrente.
Aunque pasaron los años (más de veinte), nunca perdí la costumbre de sentarme en un bar. Incluso suelo ir con mi viejo, pero somos distintos: a él, la rutina le exige un mínimo vínculo social. Frecuenta lugares concurridos en los que la gente que camina por la calle puede verte. Yo prefiero la soledad, alejarme de las mesas numerosas y sentarme en los rincones donde las probabilidades de ser encontrado son ínfimas. Aunque solo, siempre voy atento. Es que a veces, de otras mesas, me llegan historias muy cercanas y yo, casi sin darme cuenta, agarro fuerte el vaso con las dos manos para que nada, nada se derrame.
El Bar VIII[1]
El hombre sabio se sentó en el silencio. El loro dijo:
– El amor es una puerta y un beso es la llave. Eso explica el fervor amoroso de todos los parroquianos. Y el carácter efímero de todos los romances. Aquí nos amamos a paso de búsqueda. Sólo nos detenemos a mirar al otro el tiempo indispensable para saber que no es el que buscábamos. Sin embargo, cada elección incorrecta refuerza la esperanza del amante desengañado.
El secreto está en no comprender; en no advertir que no importa cómo se reparten las parejas. Ningún amor está por encima de los demás y todas las llaves están falseadas. Pero conviene no saberlo.
Alejandro Dolina en «Bar del Infierno».-
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[1] En «El bar del Infierno», el bar aparece como un lugar siniestro del que todos quieren escapar y nadie sabe cómo. Aquí aparece una posibilidad.