A mi entender, los intelectuales son los portadores y legítimos herederos del tesoro que los bibliotecarios custodian con mucho celo. Conozco a un hombre que defiende la educación gratuita a ultranza: “si le enseñás a leer, un pibe puede llegar a donde quiera”. Albert Camus es un ejemplo de esto. Las letras son de aquellos que quieran poseerla, una de las pocas riquezas y dinastías a la que uno puede acceder por mérito propio y que no puede transmitirla por descendencia. Pero claro, la riqueza que yo veo no es la riqueza del mundo: literatura y economía no se pueden ni ver. Jonathan Franzen atribuye este inconveniente a que las dinámicas de una y otra son distintas. Al mercado le sirve un producto del mayor rendimiento posible, rápido recambio y efecto temporal. El libro es, precisamente, la contrapartida de eso. Un excelente ejemplar de una buena edición puede costar lo mismo que una cena en un restaurant o el equivalente a una entrada general en la cancha de River Plate. Si se lo cuida, dura toda la vida (incluso más de una generación) , es difícil de superar y se lo puede usar cuando uno quiera. Entretiene durante días o meses y, como si fuera poco, en unos años los derechos de autor se esfuman y lo que dijo alguien es patrimonio de toda la humanidad.
De manera que un libro es una excelente inversión para el lector y para el comercio es un producto delicado, porque una misma persona difícilmente vuelva a comprar el mismo volumen. Inventar escritores, venderlos como sea y adorar a los consagrados es lo que se puede hacer para sostener una industria que, paradójicamente, permite tener al alcance muy buenos textos por el precio de una cena o una entrada general en la cancha de River Plate.
El escritor defiende la libertad de decir con su arma: la pluma. Las preguntas más frecuentes a las que el mundo nos tiene acostumbrado son del tipo: “¿Hacen falta escritores?” “¿Para qué sirve el arte?” Difícilmente un escritor cambie el mundo y la mayoría pasará por la vida casi anónimamente; hasta que aparece alguien que lo encuentra y descubre, debajo del polvo, el nombre olvidado. Pero los amigos de la tiranía siempre tienen presente los libros: les encanta quemarlos.
Preguntar por la utilidad del arte es encarar un problema desde el lugar errado. El arte no tiene utilidad simplemente porque no es un útil. El arte no sirve para sacar clavos ni para pasear al perro. El arte es un lenguaje, una forma de decir, de expresar y comunicar otros mundos, otras miradas posibles aunque improbables. El escritor italiano Gianni Rodari decía: «Importa favorecer el uso de la palabra, no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo»1 . Ah, me olvidaba, todo esto se debe a que hoy es el día del escritor2 (incluso yo tengo dificultades para recordarlo).
La virtud del que escribe
se reduce a un punto de apoyo.
A un amor que lo sostiene cuando dice agua de polvo o aire de plumas.
El que escribe necesita amor para mover al mundo,
y el mundo confía en su corazón,
en el cálculo de los cuerpos en movimiento,
en la pasión con que sostiene una utopía.
En verdad, utopía, no es más que una palabra para empujar,
y él empuja como quien debe trabajar mucho para beber
aire de plumas o agua de polvo.
Sólo para que el amor sea un punto de apoyo
y el trabajo una apasionada virtud.
Ricardo Miguel Costa3.
1 Extraído de “El regalador” N° 207. Gracias Alfredo Di Bernardo y feliz día.
2 Se conmemora en esta fecha el día del escritor por el nacimiento de Leopoldo Lugones. Ver Día del escritor
3 Del libro Teatro Teorema