Boletín Culturín N°8

Intentar hablar de Borges en una página es, sencillamente, una idea descabellada. Más aún cuando su obra es menos extensa que todo lo que se escribió acerca de ella y de su vida. A eso sumemos que no he leído ni la tercera parte de su creación y que lejos está Jorge Luis de ser uno de mis escritores favoritos. Para dar una última estocada de pesimismo, llevo cinco renglones y todavía no dije nada…

Entrar en detalles biográficos acerca del genial escritor no me parece adecuado. Digamos, eso sí, que entabló amistad con Macedonio Fernández y Adolfo Bioy Casares; fue enemigo acérrimo del peronismo, políticamente se afilió al partido conservador y supo apoyar la candidatura de Hipólito Yrigoyen en 1928. Exigió respuestas a la junta militar por los desaparecidos y condenó la invasión argentina de las Islas Malvinas. Se acercó y luego rivalizó con Sábato. Sus posturas políticas eran, en muchas ocasiones, antagónicas e irreconciliables. La manera de ver la literatura de uno y otro eran muy diferentes. A Borges lo encontramos sentado en una biblioteca, abocado a la lectura. Su literatura nace, precisamente, en la literatura misma. A Sábato lo encontramos viajando con identidades falsas por su condición de comunista y partidario de las armas. Abandonó su labor de físico en el laboratorio “Madame Curie” en Francia y su literatura nace de la tensión surgida en la existencia misma.

Borges recibió innumerables distinciones en todo el mundo. El premio Nobel le fue negado (según mi modesto modo de ver) por la imperdonable condición de argentino. Su obra es de una importancia tan singular, que el nombre “Jorge Luis Borges” es citado, aunque más no sea, para odiarlo y desmitificarlo.

Dejo aquí la reseña del escritor. Temo cometer el imperdonable error de faltar a la verdad por ignorancia, por fascinación o por desprecio. Los dejo con Borges y la construcción de su imagen.

Borges y yo.

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

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