Mediodía. Hace frío. Un día cualquiera. Lunes, miércoles, jueves. No importa. La espero. No viene. La seño del jardín la trae de la mano. La miro. La veo. Se me borra la sonrisa. La niña llora. Apenas sabe hablar, pero llora. No hay capricho ni dolor. Su llanto es amargo y del corazón. Lo siento. La niña sufre.
Me agacho. No le digo nada y sólo extiendo los brazos. Camina hacia mí. Extiende los suyos. Me abraza fuerte. Como nunca lo hizo. Me paro. Siento sus lágrimas en el cuello. Me quedo ahí. No me sale nada y nos vamos.
Llora amargamente. Sigue desconsolada y aferrada a mi. No me suelta. Me quiere. Me está queriendo por nada. Me reconoce. Me vio otras veces pero no sabe quién soy. Me abraza con ternura. Llora. Me rompo. Caigo idiota ante su ternura sin fundamento. Me está queriendo. Soy el guardián de su alma afligida y me abraza. No me muevo. No quiero tocar sus heridas abiertas. La dejo en silencio, aunque no quiero. Camina perdida y pequeña sin rumbo. Tengo el calor de su cuerpo pegado. Tengo el cuello húmedo de lágrimas. Tengo un cariño que no merezco. Me voy. También lloro.