Mi abuela, dueña de tantos prejuicios que hoy habitan en mí, me decía que tenga cuidado con él porque era militar y peronista. Esa era su forma de decirme que estaba en un terreno muy peligroso. Para mí, él era un mito. Nunca lo veía y hacía lo posible para no verlo. La severidad era su marca. Sentía terror cuando mi amigo lo nombraba y no me acercaba a su casa si estaban ocupados. Creo que a mis 20 años lo había visto tres veces. Después, entre asado familiar y cumpleaños, empezamos a tomar cerveza y a frecuentarnos. Para entonces, descubrí que no era militar y, mucho menos, peronista. Eso sí, la severidad era absolutamente verdadera.
Mi amigo se mudó pero no importaba. Para ese entonces yo era amigo, también, de su padre. Hablábamos mucho, tomábamos otro tanto. Mis viajes a Córdoba no eran tan frecuentes en verano (en invierno inexistentes) pero mis visitas a su casa eran insoslayables. Si le avisaba con tiempo, tenía aceitunas y una cerveza para tomar. Un fin de semana cualquiera, nos despedimos hasta la próxima.
Ese invierno, en Santa Fe, decidimos postergar el festejo del día del amigo una semana. No era un gran plan ir a jugar al bowlling, pero cuando todos tus amigos tienen familia con hijos pequeños, las salidas se tornan menos sofisticadas y sin riesgos. Aún así, decidí salir a pie para no manejar. No tenía intenciones de controlar lo que iba a tomar y no tenía decidida la hora de regreso.
Cerca de las dos, todo se termina. Me estoy subiendo al auto de alguien que vuelve a su casa y me lleva no recuerdo a dónde. Pero mientras reviso el celular y cierro la puerta, me llega un mensaje de texto desde Córdoba. WhatsApp todavía no existe, por lo que un mensaje de texto a las 2.00 significa que no pasó algo bueno. Mi dudas se vuelven certezas cuando leo que el papá de mi amigo (que, repito, también era mi amigo) tuvo un accidente muy grave. Llamé por teléfono para saber cómo estaba todo. Entonces supe que la muerte ya había desplegado toda su prepotencia y había tocado a mi amigo con sus dedos fríos.
Me importa un carajo la muerte. Vivimos como si no fuese inevitable y como si nunca llegara. Son las reglas de estar en estos pagos. Lo que me jode es esa arbitrariedad insolente que la distingue, la impotencia que genera cuando te arrancan a alguien a quien querés porque elegiste quererlo y te dejó que lo quieras. Me jode no estar listo para verlo alejarse, me jode no poder llevarle una cerveza y decirle: «Gracias por todo, Morocho. No soy el mismo que era, simplemente porque te conocí, porque hiciste una diferencia en mis días».
Estoy bastante sobrio. Me arrepiento de no estar completamente borracho para no sentir esta punzada en el pecho, para que no se me parta la cabeza del dolor, para tomarme todo con calma y que no me importe su ausencia, para poder decir «así es la vida» y vaciar otro trago en silencio, en su memoria.
Estoy sobrio, despierto, tratando de acercarle a su familia un consuelo que no tengo, una palabra que no existe, un abrazo del que no soy capaz. Lo único que puedo hacer es agradecer por todo lo que me enseñó y por todo lo que me quiso, a su manera. Tal vez nos encontremos del otro lado y él tenga cerveza, aceitunas y maní para convidarme, porque voy a andar con sed y ganas de conversar. Y que la cerveza esté fría, Morocho, no me hagas armar quilombo al pedo.
Cuidate. Dónde sea que estés, andá con cuidado. Siempre hay un pelotudo suelto y no sabés de dónde sale. Te quiero, Morocho. Creo no te lo dije porque nunca me animé. Ahora es tarde, pero ya voy a tener mi revancha. Me quedo con los tuyos, Néstor, y les digo que los quiero, porque ya no me lo guardo.